En todo el mundo se habla de la primera edición del Lollapalooza Argentina

Y algo que parecía lejano finalmente pasó: Argentina tuvo su edición del festival itinerante Lollapalooza, creado en los ’90 como alternativo y que hoy ostenta el cartel de “entretenimiento” sin ningún conflicto.
La organización corrió por cuenta de Fénix Entertainment Group, que, desoyendo la devaluación con tal de hacer pie en la producción de conciertos de rock (un mercado en el que también disputan Popart y Time 4 Fun), puso el dinero que exigía Perry Farrell, el fundador del evento, y logró que Buenos Aires se asociara a la marca del mismo modo que hace años atrás lo hicieron Santiago de Chile y San Pablo.
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Entonces nos encontramos con una programación fulgurante y diversa, desarrollada en el hipódromo de San Isidro con buena organización general, aunque con algunos desajustes para observar, como la señalética confusa, la superposición de sonidos, la insistencia de la productora por programar a sus artistas, por más que, en algunos casos, las distancias con el espíritu general sean abismales.
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Más de 100 mil personas se dieron cita entre martes y miércoles de la pasada semana, con lo que ofrecieron un marco multitudinario a la cita y, de alguna manera, garantizaron una segunda vuelta que confirmaría a Argentina (bueno, a Buenos Aires) en el mapa de entretenimiento rockero global. Porque Lollapalooza es una marca muy bien manejada por Farrell, un performer de generación alternativa de los ’90 que no da puntada sin hilo a la hora de negociar.
El mismo que se reserva la curaduría de un escenario de electrónica áspera y/o hip hop, con apoyo de buenas visuales y sonido, aunque sin el contexto clubber de una Creamfields. Ese fue el espacio donde tuvieron buenos “live” Flume, Fluxe Pavilion, The Bloody Beetroots y Kid Cudi.
Pero por más que Farrell entienda sobre revoluciones que se vienen, no subestima a sus contemporáneos vigentes, que en esta parada concentraron las expectativas de masividad.
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A saber: Red Hot Chili Peppers antologizándose mediante sobreabundancia de jams; Nine Inch Nails actualizando su ritual de electroshock claustrofóbico; Soundgarden tirando por la cabeza un repertorio soñado, que tranquilamente podríamos asociar al heavy metal.
Perry también contempló a ingleses influyentes antes que él (New Order, Johnny Marr) y equilibró esa oferta con una joven guardia que oxigena tradiciones con buen gusto y encontrándole la vuelta: Jake Bugg, Lorde, Savages. Vampires Weekend, Capital Cities y Arcade Fire, en tanto, fueron propuestos como números interesantes para ver antes de alcanzar la eternidad.
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Mientras se desarrollaba, mucho se habló del Lollapalooza como un evento hipster, por estar enfocado para aquel consumidor que prefiere posar una sensación de conexión más que abrazar con fuerza una causa musical puntual. Eso es ver el vaso medio vacío, porque lo cierto es que, al cabo, se trata de una oferta musical inabarcable, que garantiza un paneo general sobre el rock de ayer, hoy y siempre.

Fuente: http://vos.lavoz.com.ar/poprock/